EL “EFECTO PYGMALION”
“Para el profesor Higgins yo seré siempre una florista, porque el me trata siempre como una florista:
Pero yo sé que para usted puedo ser una señora,
porque usted siempre me ha tratado
y me seguirá tratando como a una señora”
(Eliza Roolittle, en Pygmalión de G.B Shaw).
Cuenta Ovidio en su Metamorfosis que Pygmalión, rey de Chipre, esculpió una estatua de mujer tan hermosa que se enamoró perdidamente de ella. Luego invocó a sus dioses, y éstos convirtieron la estatua en una bellísima mujer de carne y hueso, a la que Pygmalión llamó “Galatea”, se casó con ella y fueron muy felices.
A este conocido mito cultural, escritores y pensadores de todo tipo, en especial psicólogos y pedagogos contemporáneos, le atribuyen el sentido siguiente: cuando nos relacionamos con una persona, le comunicamos las esperanzas que abrigamos acerca de ella, las cuales pueden convertirse en realidad. En términos algo más técnicos: las expectativas que una persona concibe sobre el comportamiento de otra pueden convertirse en una “profecía de cumplimiento inducido”.
El “efecto Pygmalión es, pues, un modelo de relaciones interpersonales según el cual las expectativas, positivas o negativas, de una persona influyen realmente en otra persona con la que aquella se relaciona. Este modelo ha sido cuidadosamente estudiado y comprobado en el comportamiento de niños y jóvenes, tanto en el aula como en hogar; también en otros muchos grupos humanos, especialmente relacionados con el mundo de la empresa. La clave del efecto es la autoestima, pues las expectativas positivas o negativas del “pygmalión” emisor se comunican al receptor, el cual, si las acepta, puede y suele experimentar un refuerzo positivo o negativo de su auto-concepto o autoestima, que, a su vez, constituye una poderosa fuerza en el desarrollo de la persona.
La cita que encabeza este artículo está tomada de una famosa obra de teatro de G.B. Shaw que, transformó en comedia musical, con el título de My Fair Lady, triunfó en la escena y en la pantalla. Cuenta la historia de Eliza , florista ambulante en Londres, de hablar tosco y modales poco refinados, a quien el profesor Higgins se empeñó (y lo logró) en enseñar a hablar y comportarse como una una dama de la alta sociedad londinese. Lo importante de la historia, es que Eliza llegó a sentirse una señora, no ya por los modales y el acento refinados que aprendió de Higgins, sino, sobre todo, porque se sentía realmente considerada y tratada como una señora por el coronel Pickering. Amigo del profesor, y también por su enamorado Freddy.
El profesor Clemente Blanch, de Valencia, me hizo caer en la cuenta del paralelismo entre Eliza y Aldonza, moza casquivana de mesón castellano transformada en “Dulcinea” por las extravagantes expectativas del “Caballero de la triste figura” en el Hombre de la Mancha, exitosa versión musical del mito de Don Quijote. Desde que la conoció, Don Quijote vio en ella a “mi señora Dulcinea”, y así la llamó y la trató en adelante. Ella, de momento, rechaza sorprendida ese tratamiento: “yo he nacido en el barro… no hay más que mirarme para darse cuenta… Yo no soy Dulcinea, y no soy ningún ser celestial; soy Aldonza; ramera de establo”. Así era como la veían y la trataban los mulero que paraban en el mesón.
Pero al final del drama, cuando Don Quijote yace en su lencho de muette, vuelve Aldonza, como en un sueño, y le dice : “Vuestra merced me habló una vez y me llamó por otro nombre, Dulcinea… y sonó dentro de mí la voz de un ángel …Devolvedme la ilusión de Dulcinea…” Aldonza comenzaba a sentirse Dulcinea. Don Quijote había sido su “pygmalión”.
También en la vida real abundan los “pygmaliones”. Al responsable de un grupo de “boy-scouts” le llevaron una chica bastante problemática. Se llamaba Loli y provenía del Tribunal de menores; su madre era prostituta, y su padre alcohólico. Loli tenía la cara desfigurada por las palizas que su madre le había propinado. Se la presentaron de la siguiente manera: “Es una chica muy, muy violenta. incapaz de trabajar en grupo, rebelde por sistema a todo tipo de autoridad. Seguramente se peleará con todos,. Pero tú, tranquilo: mano dura y paciencia”.
El responsable, que tenía madera de “pygmalión”, relata: “En cuanto la conocí, enseguida intuí que íbamos a tener una relación especial. Me sentía muy identificado con ella; su situación me había hecho verla con ojos de comprensión y afecto; veía dentro de aquella Loli violenta a otra Loli capaz de amar y deseosa de ser amada. Ella también se dio cuenta: se sentía mirada de forma especial, como nunca la habían mirado; el tono de voz con que me dirigía a ella le sonaba a gloria; no eran gritos ni amenazas, sino palabras afectuosas y llenas de comprensión. Además, yo no escatimaba mis muestras de cariño, aunque también le exigía como a todos los demás. Y así, casi sin darnos cuenta, su actitud fue cambiando, se fue suavizando…Cuando se dirigía a mí, su famosa agresividad no aparecía por ningún lado; y también hizo grandes progresos en el grupo…”.
Invitamos al lector a hacer una pausa y a preguntarse si ha conocido “pygmaliones”, positivos o negativos, a lo largo de su vida. Es probable que del fondo de su memoria surjan ciertos nombres, ciertos rostros… Haga un recuento por escrito de aquellas personas que hayan ejercido de “pygmaliones positivos” en su vida. Recuerde con detalle los momentos y los modos en que ejercieron su función, y déles las gracias. Recuerde también aquellas ocasiones en las que ud. Mismo haya ejercido de “pygmalion positivo” para con otras personas, y saboree la satisfacción de haberlo hecho.
Ser “pygmalión positivo” No consiste en abrumar a la otra persona con fabulosas e ilusorias expectativas que puedan hacerle creer, equivocada y peligrosamente, que es el ombligo del mundo, ni tampoco en proponerle metas que no estén realmente a su alcance, creándoles tensiones destructivas que pueden empujarle a la ruina. No consiste en imponer, sino en acompañar.
Ser “pygmalión positivo” CONSISTE en una actitud de cálido aprecio e interés por la otra persona, por su bien, por su felicidad, por su desarrollo… Una actitud que le hace permanecer alerta a cualquier signo de bondad, de capacidad, de talento, y que incluso le permite descubrir y adivinar los valores latentes en la otra persona. Una actitud que inspira palabras, gestos y acciones que ayuden al otro a descubrir y utilizar sus propios recursos, a descubrirse a sí mismo y a seguir. Y todo ello con paciencia y benevolencia, con rigor y disciplina, dando libertad, alentando y animando, confirmando y apoyando…y, cuando parezca oportuno y provechoso, corrigiendo y sancionando.
Este esbozo de “pygmalión positivo” es, por supuesto, un ideal generalmente inalcanzable en su plenitud, pero es útil tenerlo en cuenta como horizonte en nuestros esfuerzos por ejercer de “pygmaliones positivos”.
Resumimos a continuación las principales conclusiones que se han constatado del “efecto Pygmalión” en el aula:
1. Las expectativas positivas (y realistas) del educador influyen positivamente en el alumno; las negativas lo hacen negativamente. (Hablamos de “pygmalión positivo” en el primer caso, y de “pygmalión negativo” en el segundo). Tanto es así que los educadores más eficaces se suelen distinguir por su actitud de “pygmaliones positivos”, y los menos eficaces por lo contrario.
2. Los alumnos tienden a realizar lo que sus “pygmaliones positivos” o “negativos” esperan de ellos; y cuanto más jóvenes, más susceptibles son a la influencia de sus “pygmaliones de uno u otro signo. Generalmente hablando – y es triste consignarlo – las expectativas negativas parecen comunicarse más fácilmente que las positivas y el comportamiento no verbal del “pygmalión” es más influyente que el meramente verbal.
3. Las expectativas positivas y realistas del “pygmalión positivo” no funcionan por arte de magia, sino que potencian lo que ya está latente en el alumnado, creando en el aula un clima más conducente al crecimiento y aprovechamiento de éste, suministrándole más información, respondiendo con más asiduidad e interés a sus esfuerzos, ofreciéndole más oportunidades para que le haga preguntas y le dé respuestas… El educador, con sus palabras y el modo y el momento de decirlas, con la expresión de su rostro, con sus gestos, con su contacto visual…, en suma, con su manera de considerar y de tratar al alumno, comunica a éste el concepto positivo que le merece su persona, despertando en él un mayor aprecio y confianza en sí mismo; una mayor autoestima , en suma, que le alienta y le motiva a rendir más y mejor.
4. Por último, la efectividad del “efecto pygmalión” depende en gran medida de la autoestima del propio “pygmalión”. Podríamos decir, en general, que el mejor “pygmalión positivo” de sí mismo es el mejor “pygmalión positivo” de sus alumnos. En otras palabras, el educador que posee una alta autoestima suele ser el más efectivo a la hora de inspirar en sus alumnos una autoestima elevada.
“Para el profesor Higgins yo seré siempre una florista, porque el me trata siempre como una florista:
Pero yo sé que para usted puedo ser una señora,
porque usted siempre me ha tratado
y me seguirá tratando como a una señora”
(Eliza Roolittle, en Pygmalión de G.B Shaw).
Cuenta Ovidio en su Metamorfosis que Pygmalión, rey de Chipre, esculpió una estatua de mujer tan hermosa que se enamoró perdidamente de ella. Luego invocó a sus dioses, y éstos convirtieron la estatua en una bellísima mujer de carne y hueso, a la que Pygmalión llamó “Galatea”, se casó con ella y fueron muy felices.
A este conocido mito cultural, escritores y pensadores de todo tipo, en especial psicólogos y pedagogos contemporáneos, le atribuyen el sentido siguiente: cuando nos relacionamos con una persona, le comunicamos las esperanzas que abrigamos acerca de ella, las cuales pueden convertirse en realidad. En términos algo más técnicos: las expectativas que una persona concibe sobre el comportamiento de otra pueden convertirse en una “profecía de cumplimiento inducido”.
El “efecto Pygmalión es, pues, un modelo de relaciones interpersonales según el cual las expectativas, positivas o negativas, de una persona influyen realmente en otra persona con la que aquella se relaciona. Este modelo ha sido cuidadosamente estudiado y comprobado en el comportamiento de niños y jóvenes, tanto en el aula como en hogar; también en otros muchos grupos humanos, especialmente relacionados con el mundo de la empresa. La clave del efecto es la autoestima, pues las expectativas positivas o negativas del “pygmalión” emisor se comunican al receptor, el cual, si las acepta, puede y suele experimentar un refuerzo positivo o negativo de su auto-concepto o autoestima, que, a su vez, constituye una poderosa fuerza en el desarrollo de la persona.
La cita que encabeza este artículo está tomada de una famosa obra de teatro de G.B. Shaw que, transformó en comedia musical, con el título de My Fair Lady, triunfó en la escena y en la pantalla. Cuenta la historia de Eliza , florista ambulante en Londres, de hablar tosco y modales poco refinados, a quien el profesor Higgins se empeñó (y lo logró) en enseñar a hablar y comportarse como una una dama de la alta sociedad londinese. Lo importante de la historia, es que Eliza llegó a sentirse una señora, no ya por los modales y el acento refinados que aprendió de Higgins, sino, sobre todo, porque se sentía realmente considerada y tratada como una señora por el coronel Pickering. Amigo del profesor, y también por su enamorado Freddy.
El profesor Clemente Blanch, de Valencia, me hizo caer en la cuenta del paralelismo entre Eliza y Aldonza, moza casquivana de mesón castellano transformada en “Dulcinea” por las extravagantes expectativas del “Caballero de la triste figura” en el Hombre de la Mancha, exitosa versión musical del mito de Don Quijote. Desde que la conoció, Don Quijote vio en ella a “mi señora Dulcinea”, y así la llamó y la trató en adelante. Ella, de momento, rechaza sorprendida ese tratamiento: “yo he nacido en el barro… no hay más que mirarme para darse cuenta… Yo no soy Dulcinea, y no soy ningún ser celestial; soy Aldonza; ramera de establo”. Así era como la veían y la trataban los mulero que paraban en el mesón.
Pero al final del drama, cuando Don Quijote yace en su lencho de muette, vuelve Aldonza, como en un sueño, y le dice : “Vuestra merced me habló una vez y me llamó por otro nombre, Dulcinea… y sonó dentro de mí la voz de un ángel …Devolvedme la ilusión de Dulcinea…” Aldonza comenzaba a sentirse Dulcinea. Don Quijote había sido su “pygmalión”.
También en la vida real abundan los “pygmaliones”. Al responsable de un grupo de “boy-scouts” le llevaron una chica bastante problemática. Se llamaba Loli y provenía del Tribunal de menores; su madre era prostituta, y su padre alcohólico. Loli tenía la cara desfigurada por las palizas que su madre le había propinado. Se la presentaron de la siguiente manera: “Es una chica muy, muy violenta. incapaz de trabajar en grupo, rebelde por sistema a todo tipo de autoridad. Seguramente se peleará con todos,. Pero tú, tranquilo: mano dura y paciencia”.
El responsable, que tenía madera de “pygmalión”, relata: “En cuanto la conocí, enseguida intuí que íbamos a tener una relación especial. Me sentía muy identificado con ella; su situación me había hecho verla con ojos de comprensión y afecto; veía dentro de aquella Loli violenta a otra Loli capaz de amar y deseosa de ser amada. Ella también se dio cuenta: se sentía mirada de forma especial, como nunca la habían mirado; el tono de voz con que me dirigía a ella le sonaba a gloria; no eran gritos ni amenazas, sino palabras afectuosas y llenas de comprensión. Además, yo no escatimaba mis muestras de cariño, aunque también le exigía como a todos los demás. Y así, casi sin darnos cuenta, su actitud fue cambiando, se fue suavizando…Cuando se dirigía a mí, su famosa agresividad no aparecía por ningún lado; y también hizo grandes progresos en el grupo…”.
Invitamos al lector a hacer una pausa y a preguntarse si ha conocido “pygmaliones”, positivos o negativos, a lo largo de su vida. Es probable que del fondo de su memoria surjan ciertos nombres, ciertos rostros… Haga un recuento por escrito de aquellas personas que hayan ejercido de “pygmaliones positivos” en su vida. Recuerde con detalle los momentos y los modos en que ejercieron su función, y déles las gracias. Recuerde también aquellas ocasiones en las que ud. Mismo haya ejercido de “pygmalion positivo” para con otras personas, y saboree la satisfacción de haberlo hecho.
Ser “pygmalión positivo” No consiste en abrumar a la otra persona con fabulosas e ilusorias expectativas que puedan hacerle creer, equivocada y peligrosamente, que es el ombligo del mundo, ni tampoco en proponerle metas que no estén realmente a su alcance, creándoles tensiones destructivas que pueden empujarle a la ruina. No consiste en imponer, sino en acompañar.
Ser “pygmalión positivo” CONSISTE en una actitud de cálido aprecio e interés por la otra persona, por su bien, por su felicidad, por su desarrollo… Una actitud que le hace permanecer alerta a cualquier signo de bondad, de capacidad, de talento, y que incluso le permite descubrir y adivinar los valores latentes en la otra persona. Una actitud que inspira palabras, gestos y acciones que ayuden al otro a descubrir y utilizar sus propios recursos, a descubrirse a sí mismo y a seguir. Y todo ello con paciencia y benevolencia, con rigor y disciplina, dando libertad, alentando y animando, confirmando y apoyando…y, cuando parezca oportuno y provechoso, corrigiendo y sancionando.
Este esbozo de “pygmalión positivo” es, por supuesto, un ideal generalmente inalcanzable en su plenitud, pero es útil tenerlo en cuenta como horizonte en nuestros esfuerzos por ejercer de “pygmaliones positivos”.
Resumimos a continuación las principales conclusiones que se han constatado del “efecto Pygmalión” en el aula:
1. Las expectativas positivas (y realistas) del educador influyen positivamente en el alumno; las negativas lo hacen negativamente. (Hablamos de “pygmalión positivo” en el primer caso, y de “pygmalión negativo” en el segundo). Tanto es así que los educadores más eficaces se suelen distinguir por su actitud de “pygmaliones positivos”, y los menos eficaces por lo contrario.
2. Los alumnos tienden a realizar lo que sus “pygmaliones positivos” o “negativos” esperan de ellos; y cuanto más jóvenes, más susceptibles son a la influencia de sus “pygmaliones de uno u otro signo. Generalmente hablando – y es triste consignarlo – las expectativas negativas parecen comunicarse más fácilmente que las positivas y el comportamiento no verbal del “pygmalión” es más influyente que el meramente verbal.
3. Las expectativas positivas y realistas del “pygmalión positivo” no funcionan por arte de magia, sino que potencian lo que ya está latente en el alumnado, creando en el aula un clima más conducente al crecimiento y aprovechamiento de éste, suministrándole más información, respondiendo con más asiduidad e interés a sus esfuerzos, ofreciéndole más oportunidades para que le haga preguntas y le dé respuestas… El educador, con sus palabras y el modo y el momento de decirlas, con la expresión de su rostro, con sus gestos, con su contacto visual…, en suma, con su manera de considerar y de tratar al alumno, comunica a éste el concepto positivo que le merece su persona, despertando en él un mayor aprecio y confianza en sí mismo; una mayor autoestima , en suma, que le alienta y le motiva a rendir más y mejor.
4. Por último, la efectividad del “efecto pygmalión” depende en gran medida de la autoestima del propio “pygmalión”. Podríamos decir, en general, que el mejor “pygmalión positivo” de sí mismo es el mejor “pygmalión positivo” de sus alumnos. En otras palabras, el educador que posee una alta autoestima suele ser el más efectivo a la hora de inspirar en sus alumnos una autoestima elevada.